Un concepto y su dicnonomía.


¿El tema? Como no podía ser de otra manera: el amor.

Mis constantes diatribas contra el amor son irrelevantes, inconsecuentes a hoy en día. Ya me lo habían dicho: soy una contradicción.

Soy un hombre de lírica, así me autodenomino, no por vanidad, sino por cuestión estética de la vida. No puedo entender un orden concreto, no puedo y no quiero. Prefiero el caos, la anarquía, el azar, la letra. El amor, como motor-real o no- de mis reflexiones, debe llevar implícito un elemento de poesía, es el primer requisito que pido para que algo tenga importancia. Poesía.

Por eso encuentro incomprensible y desolador que alguien vea el amor como algo orgánico, crudo, mecánico. Me revienta el corazón si mi mente piensa en esa connotación del amor. Puedo decir que el amor no existe, cierto, pero tengo que defenderlo cuando alguien se atreve a decirlo con pruebas de racionalismo in extremis.

Y tartamudeo, y sudo, y me convierto en el primer enamorado. Y esa dicotomía no es la que yo planteaba, como la original del cuerpo y el alma, sino una dicotomía absurda, horrible, extraña y ajena. El amor no es algo que se dé en forma natural, se busca, y en esa búsqueda reside la belleza. Belleza que es el fin del amor. O al revés.

Hacer del amor algo ordinario es una aberración para la mente de los Neruda del mundo, y para sus grupos antípodas también. Es la única cuestión capaz de unirnos-unirlos-. Si el amor existe, debe ser a través de las alegorías, cargadas de un sentido bohemio, lírico, artístico y poético. El amor si existe deberá ser algo único. Es su única forma de existir, siendo perfecto. Si no es así, no es amor. Es una mentira.

Creer que el amor es ordinario, común y poco trémulo, es, a mi modo de ver, una tontería. Digna de mentes ordinarias y comunes.


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